martes, 24 de abril de 2012

III Domingo de Pascua, Ciclo B


III Domingo de Pascua, Ciclo B.
¡En verdad ha resucitado!

Hechos 3, 13-15. 17-19;
I Juan 2, 1-5a;
Lucas 24, 35-48)

¡En verdad ha resucitado!

El Evangelio nos permite asistir a una de las muchas apariciones del Resucitado. Los discípulos de Emaús acaban de llegar jadeantes a Jerusalén y están relatando lo que les ha ocurrido en el camino, cuando Jesús en persona se aparece en medio de ellos diciendo: «La paz con vosotros». En un primer momento, miedo, como si vieran a un fantasma; después, estupor, incredulidad; finalmente, alegría. Es más, incredulidad y alegría a la vez: «A causa de la alegría, no acababan de creerlo, asombrados».

La suya es una incredulidad del todo especial. Es la actitud de quien ya cree (si no, no habría alegría), pero no sabe darse cuenta. Como quien dice: ¡demasiado bello para ser cierto! La podemos llamar, paradójicamente, una fe incrédula. Para convencerles, Jesús les pide algo de comer, porque no hay nada como comer algo juntos que conforte y cree comunión.

Todo esto nos dice algo importante sobre la resurrección. Ésta no es sólo un gran milagro, un argumento o una prueba a favor de la verdad de Cristo. Es más. Es un mundo nuevo en el que se entra con la fe acompañada de estupor y alegría. La resurrección de Cristo es la «nueva creación». No se trata sólo de creer que Jesús ha resucitado; se trata de conocer y experimentar «el poder de la resurrección» (Filipenses 3, 10).

Esta dimensión más profunda de la Pascua es particularmente sentida por nuestros hermanos ortodoxos. Para ellos la resurrección de Cristo es todo. En el tiempo pascual, cuando se encuentran a alguien le saludan diciendo: « ¡Cristo ha resucitado!», y el otro responde: «¡En verdad ha resucitado!». Esta costumbre está tan enraizada en el pueblo que se cuenta esta anécdota ocurrida a comienzos de la revolución bolchevique. Se había organizado un debate público sobre la resurrección de Cristo. Primero había hablado el ateo, demoliendo para siempre, en su opinión, la fe de los cristianos en la resurrección. Al bajar, subió al estrado el sacerdote ortodoxo, quien debía hablar en defensa. El humilde pope miró a la multitud y dijo sencillamente: « ¡Cristo ha resucitado!». Todos respondieron a coro, antes aún de pensar: « ¡En verdad ha resucitado!». Y el sacerdote descendió en silencio del estrado.

Conocemos bien cómo es representada la resurrección en la tradición occidental, por ejemplo en Piero della Francesca. Jesús que sale del sepulcro izando la cruz como un estandarte de victoria. El rostro inspira una extraordinaria confianza y seguridad. Pero su victoria es sobre sus enemigos exteriores, terrenos. Las autoridades habían puesto sellos en su sepulcro y guardias para vigilar, y he aquí que los sellos se rompen y los guardias duermen. Los hombres están presentes sólo como testigos inertes y pasivos; no toman parte verdaderamente en la resurrección.

En la imagen oriental la escena es del todo diferente. No se desarrolla a cielo abierto, sino bajo tierra. Jesús, en la resurrección, no sale, sino que desciende. Con extraordinaria energía toma de la mano a Adán y Eva, que esperan en el reino de los muertos, y les arrastra consigo hacia la vida y la resurrección. Detrás de los dos padres, una multitud incontable de hombres y mujeres que esperan la redención. Jesús pisotea las puertas de los infiernos que acaba de desencajar y quebrar Él mismo. La victoria de Cristo no es tanto sobre los enemigos visibles, sino sobre los invisibles, que son los más tremendos: la muerte, las tinieblas, la angustia, el demonio.

Nosotros estamos involucrados en esta representación. La resurrección de Cristo es también nuestra resurrección. Cada hombre que mira es invitado a identificarse con Adán, cada mujer con Eva, y a tender su mano para dejarse aferrar y arrastrar por Cristo fuera del sepulcro. Es éste el nuevo y universal éxodo pascual. Dios ha venido «con brazo poderoso y mano tendida» a liberar a su pueblo de una esclavitud mucho más dura y universal que la de Egipto.

lunes, 16 de abril de 2012


SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA
NO SEAS INCRÉDULO SINO CREYENTE

La figura de Tomás como discípulo que se resiste a creer ha sido muy popular entre los cristianos. Sin embargo, el relato evangélico dice mucho más de este discípulo escéptico. Jesús resucitado se dirige a él con unas palabras que tienen mucho de llamada apremiante, pero también de invitación amorosa: «No seas incrédulo, sino creyente». Tomás, que lleva una semana resistiéndose a creer, responde a Jesús con la confesión de fe más solemne que podemos leer en los evangelios: «Señor mío y Dios mío».

¿Qué ha experimentado este discípulo en Jesús resucitado?  ¿Qué es lo que ha transformado al hombre hasta entonces dubitativo y vacilante? ¿Qué recorrido interior le ha llevado del escepticismo hasta la confianza? Lo sorprendente es que, según el relato, Tomás renuncia a verificar la verdad de la resurrección tocando las heridas de Jesús. Lo que le abre a la fe es Jesús mismo con su invitación.

A lo largo de estos años, hemos cambiado mucho por dentro. Nos hemos hecho más escépticos, pero también más frágiles. Nos hemos hecho más críticos, pero también más inseguros. Cada uno hemos de decidir cómo queremos vivir y cómo queremos morir. Cada uno hemos de responder a esa llamada que, tarde o temprano, de forma inesperada o como fruto de un proceso interior, nos puede llegar de Jesús: «No seas incrédulo, sino creyente».

Tal vez, necesitamos despertar más nuestro deseo de verdad. Desarrollar esa sensibilidad interior que todos tenemos para percibir, más allá de lo visible y lo tangible, la presencia del Misterio que sostiene nuestras vidas. Ya no es posible vivir como personas que lo saben todo. No es verdad. Todos, creyentes y no creyentes, ateos y agnósticos, caminamos por la vida envueltos en tinieblas. Como dice Pablo de Tarso, a Dios lo buscamos «a tientas».

¿Por qué no enfrentarnos al misterio de la vida y de la muerte confiando en el Amor como última Realidad de todo? Ésta es la invitación decisiva de Jesús. Más de un creyente siente hoy que su fe se ha ido convirtiendo en algo cada vez más irreal y menos fundamentado. No lo sé. Tal vez, ahora que no podemos ya apoyar nuestra fe en falsas seguridades, estamos aprendiendo a buscar a Dios con un corazón más humilde y sincero.

No hemos de olvidar que una persona que busca y desea sinceramente creer, para Dios es ya creyente. Muchas veces, no es posible hacer mucho más. Y Dios, que comprende nuestra impotencia y debilidad, tiene sus caminos para encontrarse con cada uno y ofrecerle su salvación.

lunes, 9 de abril de 2012


VIGILIA  PASCUAL

El centro de esta vigilia no es un cuerpo, ni muerto ni vivo, sino el fuego y el agua. Ya tenemos la primera clave para entender lo que estamos celebrando en la liturgia más importante de todo el año. Son los dos elementos indispensables para la vida. Del fuego surgen dos cualidades sin las cuales no puede haber vida: luz y calor. El agua es el elemento fundamental para formar un ser vivo. El 80% de cualquier ser vivo, incluido el hombre, es agua.

Recordar nuestro bautismo es la clave para descubrir de qué Vida estamos hablando. Hoy, fuego y agua simbolizan a Jesús porque le recordamos VIVO.

En el prólogo del evangelio de Juan dice: “En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres”.

La vida que esta noche nos interesa, no es la física, ni la síquica, sino la espiritual y trascendente. Por no tener en cuenta la diferencia entre estas vidas, nos hemos armado un buen lío con la resurrección de Jesús.

La vida biológica no tiene ninguna importancia en lo que estamos tratando. “El que cree en mí aunque haya muerto vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre”.

La síquica tiene importancia, porque es la que nos capacita para alcanzar la espiritual. Sólo el hombre que es capaz de conocer y de amar, puede acceder a la Vida divina. Nuestra conciencia individual tiene importancia sólo como instrumento, como vehículo para alcanzar la Vida definitiva. Una vez que se llega a la meta, el vehículo es abandonado por inútil.

Lo que estamos celebrando esta noche, es la llegada de Jesús a esa meta. Jesús, como hombre, alcanzó la plenitud de Vida. Posee la Vida definitiva que es la Vida de Dios. Esa vida ya no puede perderse porque es eterna.

Podemos seguir empleando el término “resurrección”, pero creo que no es hoy el más adecuado para expresar esa realidad divina. Inconscientemente lo aplicamos a la vida biológica y sicológica, porque es lo que nosotros podemos sentir, es decir, descubrir por los sentidos.

Pero lo que hay de Dios en Jesús no se puede descubrir mirando, oyendo o palpando. Ni vivo ni muerto ni resucitado, puede nadie descubrir su divinidad. Tampoco puede ser el resultado de alguna demostración lógica. Lo divino no cae dentro del objeto de nuestra razón.

A la convicción de que Jesús está vivo, no se puede llegar por razonamientos. Lo divino que hay en Jesús, y por lo tanto su resurrección, sólo puede ser objeto de fe. Para los apóstoles como para nosotros se trata de una experiencia interior. A través del convencimiento de que Jesús les está dando VIDA, descubren que tiene que estar él VIVO. Sólo a través de la vivencia personal podemos aceptar la resurrección.

Creer en la resurrección exige haber pasado de la muerte a la Vida. Por eso tiene en esta vigilia tanta importancia el recuerdo de nuestro bautismo. Cristiano es el que está constantemente muriendo y resucitan­do. Muriendo a lo terreno y caduco, al egoísmo, y naciendo a la verdadera Vida, la divina.

Tenemos del bautismo una concepción estática que nos impide vivirlo. Creemos que hemos sido bautizados un día a una hora determinada y que allí se realizó un milagro que permanece por sí mismo. Para descubrir el error, hay que tomar conciencia de lo que es un sacramento.

Todos los sacramentos están constituidos por dos realidades: un signo y una realidad significada. El signo es lo que podemos ver oír, tocar. La realidad significada ni se ve ni se oye ni se palpa, pero está ahí siempre porque depende de Dios que está fuera del tiempo.

En el bautismo, la realidad significada es esa Vida divina que significamos para hacerla presente y vivirla. En tal día a tal hora, han hecho el signo sobre mí, pero el alcanzar y vivir lo significado es tarea de toda la vida. Todos los días tengo que estar haciendo mía esa Vida. Y el único camino para hacer mía la Vida de Dios que es AMOR, es superando el egoísmo, es decir amando.
                                                      

martes, 3 de abril de 2012


DOMINGO DE RAMOS


EL GESTO SUPREMO
            Jesús contó con la posibilidad de un final violento. No era un ingenuo. Sabía a qué se exponía si seguía insistiendo en el proyecto del reino de Dios. Era imposible buscar con tanta radicalidad una vida digna para los «pobres» y los «pecadores», sin provocar la reacción de aquellos a los que no interesaba cambio alguno.
Ciertamente, Jesús no es un suicida. No busca la crucifixión. Nunca quiso el sufrimiento ni para los demás ni para él. Toda su vida se había dedicado a combatirlo allí donde lo encontraba: en la enfermedad, en las injusticias, en el pecado o en la desesperanza. Por eso no corre ahora tras la muerte, pero tampoco se echa atrás.
Seguirá acogiendo a pecadores y excluidos aunque su actuación irrite en el templo. Si terminan condenándolo, morirá también él como un delincuente y excluido, pero su muerte confirmará lo que ha sido su vida entera: confianza total en un Dios que no excluye a nadie de su perdón.
Seguirá anunciando el amor de Dios a los últimos, identificándose con los más pobres y despreciados del imperio, por mucho que moleste en los ambientes cercanos al gobernador romano. Si un día lo ejecutan en el suplicio de la cruz, reservado para esclavos, morirá también él como un despreciable esclavo, pero su muerte sellará para siempre su fidelidad al Dios defensor de las víctimas
Lleno del amor de Dios, seguirá ofreciendo «salvación» a quienes sufren el mal y la enfermedad: dará «acogida» a quienes son excluidos por la sociedad y la religión; regalará el «perdón» gratuito de Dios a pecadores y gentes perdidas, incapaces de volver a su amistad. Ésta actitud salvadora que inspira su vida entera, inspirará también su muerte.
Por eso a los cristianos nos atrae tanto la cruz. Besamos el rostro del Crucificado, levantamos los ojos hacia él, escuchamos sus últimas palabras… porque en su crucifixión vemos el servicio último de Jesús al proyecto del Padre, y el gesto supremo de Dios entregando a su Hijo por amor a la humanidad entera.
            Es indigno convertir la semana santa en folclore o reclamo turístico. Para los seguidores de Jesús celebrar la pasión y muerte del Señor es agradecimiento emocionado, adoración gozosa al amor «increíble» de Dios y llamada a vivir como Jesús solidarizándonos con los crucificados.

sábado, 24 de marzo de 2012

QUINTO DOMINGO DE CUARESMA

QUINTO DE CUARESMA
 Jn 12, 20-30
ATRAÍDOS POR EL CRUCIFICADO
 Un grupo de «griegos», probablemente paganos, se acercan a los discípulos con una petición admirable: «Queremos ver a Jesús». Cuando se lo comunican, Jesús responde con un discurso vibrante en el que resume el sentido profundo de su vida. Ha llegado la hora. Todos, judíos y griegos, podrán captar muy pronto el misterio que se encierra en su vida y en su muerte: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí».

 Cuando Jesús sea alzado a una cruz y aparezca crucificado sobre el Gólgota, todos podrán conocer el amor insondable de Dios, se darán cuenta de que Dios es amor y sólo amor para todo ser humano. Se sentirán atraídos por el Crucificado. En él descubrirán la manifestación suprema del Misterio de Dios.

Para ello se necesita, desde luego, algo más que haber oído hablar de la doctrina de la redención. Algo más que asistir a algún acto religioso de la semana santa. Hemos de centrar nuestra mirada interior en Jesús y dejarnos conmover, al descubrir en esa crucifixión el gesto final de una vida entregada día a día por un mundo más humano para todos. Un mundo que encuentre su salvación en Dios.

Pero, probablemente a Jesús empezamos a conocerlo de verdad cuando, atraídos por su entrega total al Padre y su pasión por una vida más feliz para todos sus hijos, escuchamos aunque sea débilmente su llamada: «El que quiera servirme que me siga, y dónde esté yo, allí estará también mi servidor».

 Todo arranca de un deseo de «servir» a Jesús, de colaborar en su tarea, de vivir sólo para su proyecto, de seguir sus pasos para manifestar, de múltiples maneras y con gestos casi siempre pobres, cómo nos ama Dios a todos. Entonces empezamos a convertirnos en sus seguidores.

 Esto significa compartir su vida y su destino: «donde esté yo, allí estará mi servidor». Esto es ser cristiano: estar donde estaba Jesús, ocuparnos de lo que se ocupaba él, tener las metas que él tenía, estar en la cruz como estuvo él, estar un día a la derecha del Padre donde está él.

 ¿Cómo sería una Iglesia «atraída» por el Crucificado, impulsada por el deseo de «servirle» sólo a él y ocupada en las cosas en que se ocupaba él? ¿Cómo sería una Iglesia que atrajera a la gente hacia Jesús?

miércoles, 21 de marzo de 2012

                  Para reflexionar un poco el gran amor que Dios tiene para cada uno de nosotros.